No hace falta ser brujo para adivinar cómo comenzará el curso escolar: lo hará, de la misma manera que en estos últimos años, con el elogio de la anglicanización; bien que con su eufemístico nombre de bilingüismo, vocablo que ha ido mudando de sentido desde que hace quince años lo empezamos a oír, ya que, originalmente, designaba el dar algunas asignaturas en inglés para favorecer su aprendizaje y ahora significa lo contrario: darlo todo -raro bilingüismo- o casi todo en inglés, como si los centros de enseñanza españoles fueran, en realidad, anglosajones.
Los políticos y quienes creen que, por medio de la anglicanización, librarán a sus hijos de trabajar con las manos –lo que, en España, consideramos una maldición- nos dirán, expresa o tácitamente, que lo importante es el inglés y no las matemáticas, la informática o las ciencias naturales –salvo que también estén en inglés-. No explicarán, sin embargo, por qué, si la lengua de Shakespeare es la única llave que abre las puertas del Cielo, han nacido centros de enseñanza que usan de más lenguas, como la francesa y la alemana, a pesar de que Francia y Alemania también padecen una fortísima anglicanización.
Tampoco hace falta ser brujo para adivinar que nadie dirá ni una palabra de cómo proteger nuestro idioma de tanta anglomanía ni de los anglicismos que se nos están metiendo en casa. A nadie se le ocurrirá pedir públicamente la constitución de asociaciones de ciudadanos que denuncien tales atropellos. No oiremos a los juristas proponer que se apruebe una ley como la francesa de Toubon. Tampoco nos dirá ministro alguno si tiene planes para asegurar que los niños de naciones hispánicas en las que el español está en peligro (Puerto Rico, Filipinas, Sahara Occidental) reciban la enseñanza en nuestra lengua.
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